martes, 3 de mayo de 2011

Santo Súbito



















Todo el mundo coincide en que el nuevo beato Juan Pablo II fue una de las figuras más relevantes del, ya terminado, siglo XX. Ejemplo de creyente comprometido y luchador por la justicia social, para unos. Showman anclado en ideas de otro tiempo, para otros.

Lo que nadie discute fue su capacidad para acercarse a la gente, para mostrar el rostro humano y cercano de una jerarquía eclesiástica que permanecía en sus palacios, entre libros y ornamentos religiosos.

Este Papa bajó a la calle, estrechó manos, compartió abrazos y nos hizo ver que a Dios se le puede rezar igual en la Catedral de Santiago que en una favela de Río de Janeiro.

Controvertido, incluso dentro de la propia Iglesia, levantó su voz por aquello que consideraba justo y, ni siquiera la enfermedad, consiguió acallarlo.

Su gran mensaje: “No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo” resonó a lo largo y ancho del mundo y acercó a la Iglesia a un buen número de jóvenes que se iban separando poco a poco, logrando ilusionarles con el mensaje, siempre nuevo, de Jesús.

Pero, sobre todas las cosas, dio al mundo una lección al mostrarse enfermo y cansado, cuando apenas podía sostenerse en pie, apoyado en su báculo, aferrado a una cruz que aceptaba y sufría.

En un mundo en el que parece que sólo tienen cabida la juventud y la belleza, donde se priman las apariencias por encima de los valores, él nos hizo enfrentarnos a la realidad que tratamos de ocultar: la de tantos millones de personas que sufren y a las que no se dedica ni un minuto de los telediarios.

Puso a esa gente invisible a la vista de todos y nos hizo entender lo que es el amor llevado hasta el final.

“Quién lo probó, lo sabe”